Cuartel, 21:15. Kilómetro 75,4.
Tras más de 11 horas en movimiento (corriendo menos de 6, para ser sinceros) uno piensa de forma diferente, básica.
Entre eso y que la noche ya había llegado, pese a que vi entrar al equipo de mujeres militares al cuartel, en principio me lo pasé de largo; no reparé en cómo podría ser un cuartel, y llevaba rato buscándolo.
Hasta que no vi corredores saliendo sonrientes del cuartel y les pregunté, no caí en qué ese era el edificio que llevaba tanto tiempo en mi mente, aún sin haberlo visto nunca.
Hasta que no vi corredores saliendo sonrientes del cuartel y les pregunté, no caí en qué ese era el edificio que llevaba tanto tiempo en mi mente, aún sin haberlo visto nunca.
Entré y rellené los botellines, y la camelbak, y al salir vi un amplio comedor.
Entré en él; hacía calor, bastante calor, la charla era animada pero tenue y el ambiente animaba a quedarse.
Llevaba un buen rato sin pararme, más que nada, porque no había lugar posible para ello (si me sentaba en el suelo no me veía capaz de levantarme luego), y aunque en principio no tenía planeado "cenar" (llevaba comiendo toda la carrera para mantener un flujo constante de energía, pero no había realizado ninguna comida como tal desde el desayuno) notaba el estómago bastante vacío.
La promesa de un poco de comida, calorcito y asiento fue demasiado para mi férrea voluntad, muy maleada por la experiencia que arrastraba desde la salida de Setenil de las Bodegas, así que, avanzando como un zombi, me planté en la cola del comedor.
Una de las cocineras me dijo, en un tono que dejaba claro que lo había repetido una centena de veces con anterioridad, que necesitaba el ticket de la comida.
Mecánicamente, saqué el pasaporte de la bolsita de plástico en la que llevaba el dorsal y se lo ofrecí.
Me dijo que debía obtenerlo en la entrada, así que me di media vuelta, lo enseñé, junto con el dorsal, y un caballero legionario me dio el ticket de la comida y me deseó buen provecho.
Ya con mi ticket en mano me atendieron amablemente, cogí una hamburguesa, patatas, un rosco relleno de chocolate y un yogur de chocolate, los coloqué sobre mi bandejita de plástico y los llevé a la mesa más cercana a la salida.
El fantasma de la hipotermia aún rondaba mi mente, y si me paraba mucho tiempo en el interior del cálido cuartel (estaba comenzando a sudar) y la sangre abandonaba mis extremidades para procesar la comida, probablemente caería en redondo.
Me fui a la mesa más cercana a la puerta, en la que se notaban aleatoriamente ráfagas de brisa fresca.
Abrí la hamburguesa, con queso, como me temía, que retiré con facilidad (tengo hábitos alimenticios muy raros, no tolero casi ninguna carne que provenga del cerdo y los quesos prácticamente igual) y le di un bocado.
Estaba un poco seca y me costaba masticar; sabía que había ketchup y mayonesa en paquetitos, los veía en las mesas de otros corredores, pero no era capaz de levantarme para ir a por ellos: Las piernas me temblaban bastante de forma descontrolada, y me dolían a pesar de estar sentado.
Se me había olvidado coger bebida, pero me pasaba igual, probé a transmitir la orden a mi cerebro y la ignoró.
Cuando llevaba un par de bocados de hamburguesa noté una palmada en el hombro, y al girarme me encontré con Raúl, del Club Atletismo Fuengirola, al que no veía desde la salida, hacía más de 11 horas.
Me saludó, creo que algo extrañado por encontrarme ahí, y se dirigió rápidamente a por una bandeja.
Raúl tenía como objetivo acabar la prueba, nada de tiempos ni ritmos, disfrutar y acabar, un objetivo simple pero eficaz, con cuyo planteamiento estaba destrozando al mío inicial de acabar en torno a las 11 horas, sobre todo ahora que me había alcanzado y teníamos lo más duro aguardándonos fuera del cuartel.
Soy una persona que come, mucho, pero cuando llevaba ya media hamburguesa mi estómago me dijo que no aceptaba más.
Raúl volvió y estuvimos intercambiando impresiones sobre la carrera. Me "felicitó" por haber elegido ese sitio, por la exposición parcial al fresco, ya que, según me contó, un amigo suyo cayó en redondo pocos minutos después de salir del cuartel en otra edición, debido al cambio brusco de temperatura.
Se me cortó el cuerpo de oírlo, era justo lo que me temía... bueno, hamburguesa ya no me entraba más, y las patatas me apetecían pero no bajaban... ni bebiendo de mis botellines, no sé si por el nudo que se me acababa de formar en el estómago o por mi mal cuerpo en general.
Mientras charlábamos, acabé mi medio cena (media hamburguesa, media ración de patatas, medio bollo y medio yogur), vacié dos botellines y me dispuse a cambiarme.
Al quitarme la camelbak noté la espalda muy desabrigada, así que reconsideré quitarme la camiseta de aros, y en su lugar, me puse encima la que llevaba de manga corta, tras quitarme la bolsa en la que guardaba el dorsal y el pasaporte y ponerla sobre la nueva capa.
Me coloqué el frontal en la cabeza, comprobé que funcionaba correctamente y me despedí de Raúl, aunque sabía que en breve nos encontraríamos de nuevo.
Fui al baño, donde me cambié las calzas por mallas cortas, oriné, bastante clarito esta vez (estaba en niveles de hidratación óptimos, al menos) y rellené los bidoncitos.
Salí al exterior, notando bastante el cambio de temperatura, aunque menos de lo que esperaba, y con la musculatura dolorida pero algo recuperada, comencé a ascender la pendiente, con pasos cortos.
Encendí el frontal, iluminando una amplia área a mi alrededor, y me interné en la oscuridad que se cerraba ante mí, en la que puntitos rojos se encendían y apagaban en la distancia y luces blancas marcaban el lugar por donde transitaban los corredores.
Tenía prácticamente 8 kilómetros ante mi, hasta el siguiente avituallamiento, hasta Benaoján... no quería ni pensarlo...
Ya había pasado más de una hora y media desde la hora en la que dije a mis amigos que planeaba pasar por Benaoján, y quedarían perfectamente otras dos hasta que llegase... No tenía batería en el móvil ni forma de avisarles, seguro que estaban realmente preocupados...
Tras la pendiente la inclinación se tornó a nuestro favor, y se me acercó una mujer hablando por el móvil mientras andaba, a buen paso ("¿de dónde saca la energía la gente?").
Pensé en pedirle el móvil cuando acabase, para poder avisar a mis amigos (siempre y cuando no la perdiese de vista), pero caí en la cuenta de que no me sabía el número de Mayte, Emma ni Gonzalo.
Podría llamar a mi madre para que ella les avisase, pero es muy aprensiva y seguro que la ponía histérica, nunca le ha hecho gracia que corra más de media maratón y cuando entreno durante más de 3 horas suelo encontrarme decenas de mensajes al volver; llamarla no era una opción.
Me resigné y continué, pasito a pasito, por la cuesta abajo, deseando que llegase la cuesta arriba, ya que la pendiente me estaba destrozando las piernas y la espalda.
Casi todos los corredores que me adelantaban iban en grupo, o , como mínimo en pareja, y todos con muy buen ánimo y trotando.
Yo me encontraba bastante mejor tras la breve parada en el cuartel, pero distaba mucho de encontrarme "bien" y ni me planteaba trotar, mis músculos no me lo permitían.
Aún así me contagié un poco de ese estado de positividad que emanaban todos los que me adelantaban, de los que prácticamente la mayoría me daban ánimos, recorriendo todo el tramo desde la salida del cuartel hasta que la pendiente volvió a estar a nuestro favor sin pararme ni una sola vez.
Ahí tuve que volver a pararme, durante más de 10 segundos (a los 10 no fui capaz de ponerme en pie, y mira que la piedra era incómoda), y aproveché para cerrar los ojos, inspirar, espirar y calmar mi maltrecho cuerpo.
Me vino bien relajarme, aunque me empezó a entrar sueño y me costó ponerme en pie de nuevo.
Raúl me alcanzó poco después, dándome ánimos al pasar; Lo vi en buenísima forma, trotando, con una postura bastante buena pese a la de hora que llevábamos corriendo.
Se lo dije pero me respondió que estaba muerto y que nos veríamos camino de la meta.
Yo lo dudaba, pero le desee suerte y seguí a lo mío: tenía mi propia carrera que disputar.
Me di cuenta de que la potencia de mi frontal (alabada por corredores desde que debuté, por partida doble, en trail y en carrera nocturna, en la Vertic Night) podía ser un engorro, ya que estaba atrayendo a decenas de insectos, que, o bien chocaban con el frontal o lo hacían con mis gafas o con mi cara.
También me di cuenta de cuanto brillan los ojos de los insectos en la oscuridad... e incluso el interior de ellos, ya que vi una zona con una manchita muy brillante y en el centro un escarabajo aplastado...
La vida humana en el sendero era escasa, así que centré mi atención en la animal.
Hormigas, tijeretas, escarabajos y muchos otros insectos merodeaban, muy activos, por el sendero, especialmente en la zona donde se acumulaban envoltorios de gel (una pena, pienso que se debe controlar más ese aspecto).
La vida es simple pero dolorosa, se centra en levantar la pierna derecha, apoyar la mano derecha en el cuádriceps, levantar la pierna izquierda, apoyar la mano izquierda en el cuádriceps... sin olvidarnos de respirar, a buen ritmo.
Voy subiendo por una cuesta que parece eterna, avanzando durante lo que parece (y probablemente son) horas mientras el paisaje a mi alrededor cambia poco, pero sobre mí se vuelve precioso (comienzan a aparecer decenas de estrellas en el cielo, y los frontales de los atletas en la distancia crean un ambiente especial, casi mágico).
Parece que mis dolores menguan ante tal visión, aunque aún así rozan el espectro de lo infrahumano.
Me llama la atención que en un momento dado una pareja que llega con brío desde atrás va comentando que en un avituallamiento un caballero legionario les había contado que un corredor había pasado con chanclas.
"¿Te imaginas tío? qué locura, hay que tenerlos cuadrados para hacer eso..."
Sonrío recordando al corredor con el que mantuve la conversación monosílaba llegando a Alcalá del Valle, y noto alegría y una punzada de nostalgia a la vez al saber que seguramente se referirán a él.
Es muy extraño, recuerdo el momento vívidamente, pero me parece que hace meses o años de él, se me hace muy raro que haya sido hace "tan solo" varias horas.
Mientras la pareja se pierde en la distancia me pregunto que habrá sido de él, y mi mente comienza a divagar mientras mi cuerpo se mueve mecánicamente, empujado por el deseo de ver a mis amigos en Benaoján, más que por llegar a meta.
"Eso si antes llego al cementerio de Montejaque..."
En un momento dado un arroyuelo cruza el sendero de lado a lado, y recuerdo de sopetón que por esa cuesta bajé en el HOLE, parece que en otra vida.
Como cambia el paisaje de día y de noche, de tener barro a tener tierra seca... todo parece que encaja, como un puzle, la sensación es de que tengo muchas piezas que encajan delante de mí, pero no soy capaz de ver la imagen que forman.
Quizás sea el sueño, y aunque sé que los calambres no me van a permitir tener un respiro, me siento en un margen del camino.
Hay varias hormigas cerca y alguna se me sube por las zapatillas, pero no tengo fuerzas para agacharme y quitármelas, o para sacudir los pies.
Un corredor se agacha, preocupado por mi estado, cegándome con su frontal, pero lo de digo que está bien.
Aún así insiste en ofrecerme barritas o geles, pero los rechazo cortésmente, y conmovido.
Las experiencias que se viven en esos caminos son únicas, traspasarían el corazón del más cínico, creo que los corredores, por regla general, somos buenas personas, pero los ultra corredores, además de ser de otra pasta, tienen una bondad fuera de lo común.
Con esfuerzo consigo levantarme, echo mano a mi cinturón y me como un par de orejones, doy varios sorbos de mi camelbak y sigo avanzando, a duras penas.
Escucho el característico sonido de un GPS marcando un kilómetro y el corazón me da un vuelco.
Bajo la posición del frontal, me giro, y con voz quebrada pregunto que cuantos kilómetros llevamos.
Una voz masculina, notablemente cansada, me responde que aproximadamente 80, y tras darle las gracias bajo la vista hacia mi hoja de ruta.
Poco más de 3 kilómetros para llegar al cementerio de Montejaque y alrededor de 7 para llegar a Benaoján...
"Ojalá la meta estuviese en Benaoján" "¿Seré capaz si quiera de avanzar un kilómetro más?" "¿Cuántas horas tardaré en llegar?" "¿a qué ritmo estaré avanzando, 20 minutos el kilómetro, 30"? "¿se podría ir más lento"?
Con tan halagüeños pensamientos evado mi mente de la atención que mi acalambrado cuerpo me reclama, cuando, tras una pausa para ir al baño, muy dolorosa, con una punzada a la altura del riñón derecho, observo como la orina es muy clarita.
"A ver si me voy a provocar una hiponatremia ahora, es lo que me faltaba, vamos..." pienso, y me hecho a la boca más orejones, a fin de recuperar sodio, potasio, azúcares y vida en general.
Pasa una eternidad, no sé cuanto tiempo, no sé cuantas veces me paro, pero cuando me doy cuenta, percibo dos cosas:
1-La luz de mi frontal es considerablemente más tenue desde que empecé a correr; "¿aguantará hasta el final, en caso de que aguante yo?"
2-La hilera de luces titilantes desaparece al final del camino, en la distancia... posiblemente esté llegando a la bajada a Montejaque.
Tardé una eternidad al llegar a ese punto, y cuando lo hice... ¡Sorpresa! el terreno se igualaba ligeramente (quizás incluso descendiese algunos metros, pero tras ese repecho se alzaba una tremenda cuesta por la que decenas de puntitos luminosos ascendían.
Me armé de coraje, reuní fuerzas y me propuse no parar hasta llegar a la cima.
Tras descansar cerca de un minuto apoyado en el propio suelo, me levanté, con la cabeza agachada para no tener que afrontar la visión de esa pared ante mí, y apoyando las manos en mis piernas, comencé a ascender.
Nadie corría ni trotaba, nadie hablaba, la oscuridad y el silencio eran absolutos, tan solo perturbados por la luz de nuestros frontales y el sonido de nuestra respiración y pasos.
Había llegado incluso a sentir frío minutos atrás, pero ahora estaba moviéndome a un buen ritmo, incluso alcanzando a algunos corredores en esa picadora de carne.
Tenía el pulso acelerado, comencé a sudar de nuevo y volví a entrar en calor; "¡vamos, la cuesta no puede ser eterna!".
Compartía camino con corredores, escarabajos e incluso algún pequeño escorpión, siempre sin mirar arriba, y lo más importante, sin detenerme, por mucho dolor que sintiese.
Llevaba ya más de 80 kilómetros, no podían quedar mucho más de 20, no podía rendirme ahora,
Cuando alcancé la cumbre estaba derrengado, y me senté a descansar y a recuperar el aliento sobre la fría piedra, con las piernas temblorosas.
Cerré los ojos y me pareció oír vítores y palmas, no muy lejanos; abrí los ojos y me asomé al comienzo de la bajada en zigzag, que cuando subí en el HOLE me recordó a la de Santorini.
Las vistas eran preciosas, Montejaque a nuestros pies, Benaoján a lo lejos, el cielo estrellado sobre nosotros, como un oscuro manto salpicado de lucecitas, mientras en la tierra, bajando en zigzag, un par de parejas de lucecitas descendían juntas en esa eterna z y varias avanzando en solitario.
Las imágenes en este tramo son realmente fascinantes, dicen que lo peor ya ha pasado una vez que llegas allí y tras la subida a la ermita lo que queda es para disfrutarlo; El panorama invitaba a ello.
Sin embargo, yo estaba lejos de disfrutar como me gustaría, aunque es cierto que la imagen me resultó casi filosófica, no sabría decir qué transmitía, pero me resultó fascinante.
Eché a andar por los pedregosos adoquines que conformaban el descenso, arrastrando torpemente los pies y tropezando en incontables ocasiones, teniendo que parar a descansar cada pocos pasos; Ahora estaba pagando el esfuerzo de la subida.
Cada vez que llegaba a un extremo de la zeta pensaba que ya estaría a punto de llegar abajo, pero giraba una y otra y otra vez, mientras mis piernas comenzaban a fallarme.
Me entraron ganas de llorar de la impotencia, tenía las piernas tan acalambradas que prácticamente no me respondían, era frustrante... Los aplausos a lo lejos parecían un canto de sirena, estaba al lado del avituallamiento, me quedaba nada... Sólo tenía que acabar de arrastrame hasta allí y podría descansar un poco.
Pero era más fácil decirlo que hacerlo, aunque, finalmente, lo conseguí.
No había demasiada gente en el avituallamiento del cementerio de Montejaque, pero infundían unos ánimos que hacía parecer que eran el doble o el triple las personas que nos vitoreaban.
Cogí dos vasos de isotónica y me senté pesadamente en un pollete, situado al lado de la mesita donde reposaban las bebidas.
Un corredor yacía en el suelo cuando llegué, mientras otro le ayudaba a estirar.
Una legionaria se me acercó y me preguntó si necesitaba algo, pero le dije, con una voz bastante más firme de lo que hubiese esperado, que sólo necesitaba descansar un poco y reponer fuerzas.
No insistió y se retiró un poco, dejándome descansar durante un par de minutos.
Al corredor que estiraba dolorosamente en el suelo le echaron réflex y, tras estirar un minuto o dos más, continuó la marcha... ¡trotanto! He visto cosas increíbles en esta carrera, y una "resurreción" de ese tipo en el kilómetro 83 fue una de ellas.
Apuré ambos vasos y un tercero que recogí luego, y pregunté a uno de los legionarios que estaba más cerca de mi posición que donde podía rellenar mis botellines, vacíos una vez más
Me dijo que a la izquierda, que siguiese el rastro de agua que había en el suelo y lo encontraría.
Me levanté del pollete, dolorido pero bastante mejor, al menos psicológicamente; estaba a menos de 4 kilómetros de Benaoján y mis amigos... llegué a pensar en retirarme ahí, sería tan fácil quedarme con mis amigos y poner fin al sufrimiento...
Pero sabía que si lo hacía me arrepentiría siempre, nunca he abandonado una carrera, ni si quiera pensar en ello seriamente, la meta no estaba en Benaoján, podía descansar ahí, pero aún quedaría un buen pedazo para completar la prueba.
Salí del avituallamiento, andando, visualizando mentalmente Benaoján.
Varios niños y jóvenes me animaban, unos de corazón y otros "buscándome las cosquillas", con pullitas del tipo "los he visto más rápidos" o "que se te hace de día", pero el tono de los mensajes denotaba cierta admiración, pese a la burla que cargaba.
A esas alturas no estaba precisamente como para escatimar ánimos, así que los recibí agradecido igualmente.
Me pareció ver a Mayte sentada en un pollete, al lado de un muchacho joven, y comencé a andar mucho más rápido.
La visión no tenía sentido, pero ni si quiera me paré a razonarla, pese a que sabía que estaba a varios kilómetros de ventaja.
Efectivamente, al acercarme, no era ella, y la pareja me miró un poco extrañada, aunque me dio las buenas noches y ánimos de todas formas.
¿Tan mal estaba que ya comenzaba a ver a mis amigos a mi alrededor?
A unos 200 metros, ya casi saliendo del pueblo, vi a lo lejos a otra muchacha que se parecía a Mayte, envuelta en una toalla azul.
Me pareció súper curioso, pero esta vez pensaba acercarme con más disimulo, acababa de llevarme un corte considerable y sabía que había un 1% de probabilidades de que fuese ella de verdad.
Estando a escasos dos metros de ella me mira, pero no fija su mirada en mí; Claro, como iba a hacerlo, no puede ser ella.
Pero de repente, sonríe "¡Es ella!".
Me dice "¿Qué, nene?", se levanta y me pierdo en sus brazos.
No sé muy bien que pasó en esos momentos, recuerdo que nos abrazamos, nos besamos y les tranquilicé, pese a que tanto ella como Emma, que estaba con ella, se quedaron muy preocupadas al verme.
Me senté con ellas brevemente, y acepté encantado la malla térmica de manga larga de arriba que me ofrecieron, echándomela al cuello, que me puse encima de las dos capas que llevaba (estaba arrecio de frío), aunque rehusé la parte de abajo y los calcetines, por temor a no ser capaz de ponerme de pie si me tumbaba para cambiarme, más que nada.
Les pregunté por Gonzalo, pero me dijeron que llevaba un buen rato durmiendo en la parte de atrás del coche; Abracé por última vez a Mayte y a Emma y les dije que tenía que continuar, que me esperasen en meta.
Nos despedimos y seguí, andando.
Ya no tenía sentido llegar a Benaoján, no volvería a ver a mis amigos hasta llegar a Ronda, quien sabe en cuantas horas...
Una vez salí de Benaoján me dijeron que me colocase en la parte izquierda de la carretera, delimitada por conos para permitirnos un descenso seguro.
Las bajadas me estaba matando y parecían no acabar, pero ya habíamos llegado hasta aquí, no quedaba más remedio que acabar lo que había empezado.
Escuché un pitido tenue y me giré, viendo a Gonzalo, Ema y Mayte bajando en el la Scenic.
Me animaron mientras reducían la velocidad, pero se les pegó otro coche atrás y tuvieron que continuar hacia adelante.
Eso son amigos de verdad, esperando horas, sin saber nada de mí, animándome tras esa larga espera y sin una mala cara ni una recriminación.
Me emocioné, dejando resbalar algunas lágrimas de la emoción, aunque el dolor generalizado que recorría cada milímetro de mi cuerpo cortó esa inesperada llantera; Me dolía todo, hasta los músculos de la cara del puro agotamiento.
En la bajada paré una decena de veces, ya no por tiempo, hasta que alguien me dijese de continuar.
Era a menudo, no pasaba más de un minuto sentado cuando algún corredor o grupito me animaban a pegarme con ellos.
No sé cuanto tardé en llegar a Benaoján, pero se me hizo eterno, llegué agotado nuevamente, con mucho sueño y con las piernas temblando, tanto por los calambres como por el frío.
Al llegar cogí un café calentito, que me bebí a pequeños sorbos sentado en un banquito al lado del avituallamiento, tumbándome cuando me lo acabé.
Se me acercaron dos caballeros legionarios y me preguntaron si necesitaba asistencia médica.
Les dije que sólo necesitaba descansar un poco, pero cuando me ofrecieron réflex les dije que podían echarme sin problema, recordando la "resurrección" del corredor en el anterior avituallamiento.
El bote casi no tenía, el gas apenas me rozó la piel, pero quizás por efecto placebo, noté un alivio inmediato.
Con el dolor milagrosamente mitigado tocaba afrontar el frío, y con manos temblorosas me quité la bolsita de plástico con el dorsal y el pasaporte legionario y me enfundé la malla térmica, subiéndome la cremallera hasta el cuello.
Me coloqué los imperdibles, cogí un par de vasos de agua y retomé la marcha (la camelbak y mis bidoncitos estaban intactos desde el cementerio de Montejaque).
Me dolía todo en general, pero las piernas me habían dejado de temblar y tenía mucho más control sobre ellas.
Decidí preguntar por réflex cada vez que viese un puesto de Protección Civil, quizás mi milagrosa recuperación se debiese al efecto de ese bote casi acabado.
Con precaución, alargué la zancada; El dolor de las piernas no se acentuaba, si el de las plantas de los pies, pero era ínfimo comparado con el dolor general que sentía, así que mantuve el ritmo.
Me atreví, por primera vez en horas, a realizar un tramo trotando, aunque eso sí que fue doloroso.
No obstante, así llegaría antes a Ronda, así que aguanté estoicamente.
Vi a una pareja de Protección Civil y les pregunté si tenían réflex, aunque me dijeron que habían agotado las existencias hacía horas.
El camino giraba a la derecha, volviendo a ser de tierra y con una inclinación mucho mayor, así que cambié el trote por la marcha, nuevamente.
No sé si fue el ratito tumbado, el café, la isotónica, el réflex o el haber visto a mis amigos, pero algo me hizo clic y recorrí senderos sin pararme ni una sola vez durante más de media hora.
Posteriormente comencé a encontrarme cada vez más y más débil, mientras ascendía otra cuesta eterna.
Me parecía estar avanzando en un sueño, en el país de barro, y aunque avanzaba (a duras penas) me parecía que estaba subiendo una cuesta embarrada por la que me deslizaba antes de llegar a la cima, una y otra vez, una y otra vez.
Varios corredores me adelantaban, dándome ánimos, pero no los oía, mi mente estaba muy lejos.
Pude haber pasado horas arrastrando los pies por los senderos, mientras la luz de mi frontal se hacía más y más débil, al igual que yo.
No sé cómo fue exactamente, pero comencé a notar que las manos me hormigueaban, y después se me dormían los brazos desde los hombros.
Llegué a la cima; "!¿otra bajada?!" No podía más, estaba desesperado, si la subida había sido letal la bajada podría conmigo, no estaba en condiciones de enfrentarme a ella, no ahora, no después de que más de 90 kilómetros se hubiesen cebado conmigo antes.
El GPS de un corredor que pasaba al lado marcó su paso por otro kilómetro más, y cuando le pregunté que cuantos llevábamos me dijo que 91.
10 para meta; y dudaba que mi cuerpo fuese capaz de aguantar 10 metros más...
Pasó una pareja de corredores que, señalando con el dedo, dijeron "mira, ahí está el Cortijo de la Mania, ahí haremos la última parada larga, que la meta está cerca pero queda un buen trecho".
Yo con llegar a él me conformaba...
Prácticamente no tenía sensibilidad en los brazos, y los labios se me estaban durmiendo.
Sabía que debería preocuparme, pero no podía, me costaba procesar tanto el dolor como la información de lo que pasaba a mi alrededor.
Comencé a hiperventilar, no era capaz de controlar el ritmo de mi propia respiración, pero seguía sintiéndome tranquilo; demasiado tranquilo.
Un corredor me preguntó que qué me pasaba, y cuando le comencé a describir mis síntomas puso cara de alarma y me dijo que el próximo avituallamiento estaba a 100 metros de distancia, que si me veía con fuerzas para llegar hasta él.
Le dije que haría lo posible, con tan mala fortuna que justo en ese momento me tropecé y casi me doy de bruces con el suelo.
Me ayudó a estabilizarme y me dijo que me tumbase de inmediato, mientras cogía su teléfono móvil.
Como pude me tumbé en el lateral derecho del camino, sobre rocas y hierba húmeda; Tenía mucho frío y comencé a experimentar convulsiones.
El corredor llamó al 112, y tras explicar la situación una decena de veces, me pidió mis datos personales y síntomas, una vez más.
Mientras hablaba con los servicios de emergencia varios corredores me ayudaron, uno me dio ibuprofeno, que bajé con un poco de agua que me ofreció un segundo, y todo aquel que pasaba se quedaba uno segundos y me dedicaba unas palabras de ánimo.
El corredor me comunicó que la asistencia estaba en camino, que me relajase y pusiese las piernas más elevadas.
Soy socorrista, sé que la posición de Trendelemburg es la más apropiada para mantener el calor en los órganos vitales, así como para reponerse de una lipotimia, pero las piernas no me respondían.
Otro corredor se acercó, y me dijo si me podía tomar el pulso, que no tenía buena cara y estaba muy pálido.
No tenía fuerzas para responderle, así que me cogió la muñeca con firmeza, tocó un par de botones con su cronómetro y comenzó a mirarlo con suma concentración.
Se volvió al corredor que estaba esperando conmigo la asistencia sanitaria y le dijo, algo alterado, "¿has llamado ya a emergencias o llamo yo?"
Cerré los ojos y, liberado del agarre del corredor que me acababa de tomar el pulso, tanteé mi cronómetro, pausándolo. La carrera había acabado para mi.
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