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La Legión 101km24h, Sábado y Domingo 10-11 de Mayo - El retorno del Corredor Errante

Inmediaciones del Cortijo de la Mania, 01:49. Kilómetro 92.

No se cuanto tiempo estuve tumbado en aquel camino, pero se me pasó rápido mientras charlaba con ese buen samaritano que me había socorrido.

El corredor que me había tomado el pulso me dijo que, en una situación normal, hubiese asegurado que estaba a punto de colapsarme, ya que el pulso lo tenía disparado, pero que con tute que llevábamos encima puede que "no me fuese a pasar nada". 

Tras comprobar que el otro corredor estaba a mi cargo, se fue, deseándome suerte.


Éste me comentó que era un madrileño afincado en Murcia, que me había socorrido, en primer lugar porque es obligatorio hacerlo en esta prueba (es algo que aceptamos al inscribirnos) prueba y en segundo lugar, porque a él le gustaría que le ayudasen el día que las fuerzas le flaqueasen y se viese en la misma situación; mientras yo le comentaba mi experiencia en la R&R Madrid Maratón y mi experiencia en la prueba en general.

Parecía que no me escuchaba mucho, que me daba conversación para cerciorarse de que estaba consciente, pero yo se lo agradezco enormemente, fuera como fuese.

Llegó un momento en el que no soportaba más el frío, era mucho peor que el dolor, así que abrí los ojos y le pedí que me ayudase a levantarme.

Le dije, mintiendo un poco, que ya me encontraba bien, y que podía seguir hasta el siguiente avituallamiento.

Comenzamos a caminar, mientras recuperaba, poco a poco, el calor.

En el rato que había pasado tumbado el hormigueo en los brazos había ido remitiendo mientras recobraba la sensibilidad de los mismos, aunque las manos las tenía casi totalmente insensibles.

Mientras caminábamos comencé a recuperar la temperatura y los espasmos que me atormentaban fueron remitiendo.

Estando prácticamente al lado del puesto de avituallamiento, escuchamos una sirena, y una potente luz comenzó a brillar en el camino que salía del puesto de avituallamiento, mientras avanzaba lentamente hasta nosotros.

Pese a que en un inicio mintiese (de forma piadosa) con el objetivo de entrar en calor, era verdad que me comenzaba a encontrar mejor, pero ya que, finalmente, la asistencia había llegado, no podía decirles que gracias pero ya "estaba bien".

La ambulancia, un vehículo de La Legión, se acercaba lentamente, tanto que, de continuar andando, llegaríamos ambos al avituallamiento al mismo tiempo, así que me detuve a esperar.

Mi salvador se detuvo conmigo, mientras un corredor que llegaba desde atrás nos preguntó si sabíamos por qué se acercaba la ambulancia.

Con voz quebrada le dije "vienen a por mí", y me miró con lástima y casi compresión mientras me deseaba suerte y continuaba, caminando, como yo estaba deseando hacer, a fin de acabar de una vez la prueba y poder descansar.

Cuando el vehículo llegó a mi altura, el madrileño afincado en Murcia les dijo que era él el que había llamado, y que yo era el motivo de su llamada.

Me dio un poco de vergüenza esperarles de pie, entero y sin problema aparente, pero tan solo me dijeron que como el sendero era muy estrecho, darían la vuelta más adelante y me recogerían en un momento.

Asentí y continué esperando, de pie, mientras veía las caras de ilusión de los marchadores que continuaban, persiguiendo esa meta que aguardaba en la Alameda del Tajo.

Hubiese dado lo que fuese por continuar con ellos, por dar un sprint y dejar atrás la ambulancia, la hipotermia y mis miedos, pero mis entumecidas manos me traían de vuelta a la realidad.

Cuando el vehículo llegó, un caballero legionario abrió la parte trasera, me ayudó a subir al mismo y a tenderme sobre una camilla, echándome una manta por encima una vez estuve tendido, antes de bajarse del vehículo.

Me quité la camelbak y el cinturón y me tumbé en la camilla; Tras unos instantes, se puso en marcha, y en menos de un minuto se detuvo de nuevo, aunque el motor seguía en marcha.

Cerré los ojos, creo que sin llegar a dormirme, aunque cuando el legionario abrió la puerta trasera pegué un respingo.

Entró un corredor con muy mala cara, y el legionario me dijo que en un momento me atendían.

Una legionaria entró y me preguntó por mis síntomas de nuevo, y me dijo que si tenía alguna alergia o había tomado algún medicamento recientemente.

Le dije que un ibuprofeno hacía un momento, que ya no notaba frío y que sentía tanto brazos como piernas, pero que tenía el cuerpo derrengado.

Me preguntó si tenía algo para almacenar agua, y le dije que la camelbak y un par de botellines.

Me los pidió y se los llevó, dejándome a solas con el nuevo corredor.

Lo primero que me dijo es que le había quitado el sitio, que él estaba muy bien ahí tumbado, pero no había maldad ninguna en su voz, sino tristeza.

La legionaria entró justo en ese momento, y me dijo que había llenado los botes de sales que luego había disuelto con agua, que me los bebiese poco a poco y una vez lo hiciese, todo dependería de mí; si decidía continuar lo haría bajo mi propio riesgo, y eso si no mostraba signos de fatiga extrema una vez apurase los dos botellines.

La esperanza brotó en mi pecho "quizás no está todo perdido a fin de cuentas..." No me esperaba que me fuesen a dejar continuar, pero ese final de frase me dio alas, igual no estaba tan mal como parecía.

Me incorporé como pude en el estrecho hueco que la camilla me permitía, y di un pequeño sorbo de uno de los botellines.

El sabor era amargo, poco agradable, y al tragar noté pequeños gránulos de polvo disueltos en el agua, como si de una bebida isotónica casera se tratase.

No era agradable, pero fui dándole pequeños sorbos poco a poco.

Mientras tanto le pregunté al corredor que me observaba que cual era su historia, y resultó que se había dejado la rodilla en la carrera, literalmente.

Ya había tirado la toalla, no sabía cuando podría volver a correr y estaba esperando para ser evacuado.

"Haré lo posible para resistir a ser evacuado, dado el caso", pensé.

Me acabé un botellín y me tumbé de lado, de forma que era más fácil beber.

Vi que estaba usando el móvil, y le pregunté si podía usarlo un momento.

No recordaba el móvil de Mayte, Emma ni Gonzalo, así que sólo quedaba una opción, mi madre.

No quise llamarla porque era tarde y posiblemente despertase a mi familia, pero le escribí varios whatsapps contándole que estaba bien, en la ambulancia de La Legión a menos de 9 kilómetros de la meta, preguntándole si debería retirarme.

Esperé un buen rato, sin respuesta, así que le devolví el móvil pidiéndole que me avisase si obtenía respuesta.

Cerré los ojos, no sé si llegando a dormirme o no, pero me sobresaltó la voz del legionario que me ayudó a subir a la ambulancia, preguntándome si estaba bien.

Le dije que sí (no notaba nada fuera de lo normal, salvo el dolor generalizado que era ya habitual en mí), y me preguntó si me había bebido los botellines.

Vi que ambos estaban vacíos, aunque no recordaba haber apurado el segundo, y asentí.

Me notaba entumecido, y decidí incorporarme; Le pregunté al corredor con el que compartía la ambulancia si tenía noticias de mi madre, a lo que negó con la cabeza.

Pude incorporarme solo y me senté al lado del corredor, que tenía la mirada perdida en el infinito.

"Voy a seguir", le dije, sin saber quién había pronunciado las palabras que acababan de escapar de mis labios; "si quieres, ven conmigo, llegaremos los últimos, pero llegaremos", dije, recordando el lema de Los Últimos Susmuráis.

Negó con la cabeza y dijo "ni si quiera funciona mi frontal...".

Le dije que el mío todavía funcionaba y que podíamos ir juntos, pero me respondió que le había costado mucho tomar la resolución, y ya era inamovible.

El legionario me preguntó si necesitaba algo; "agua", le dije, "y una manta térmica, si tenéis", añadí.

Regresó presto con una botella de agua de la que bebí profusamente (tenía la garganta seca), y rellené ambos bidoncitos, y con la manta térmica.

Me puse la camelbak a la espalda y el cinturón a la cintura, enganchándome la manta térmica a éste con imperdibles que llevaba enganchados en la malla térmica (por si se daba la situación en la que los necesitase), me cambié los empapados y fríos calcetines por unos secos que llevaba en la camelbak (de paso saqué varios gramos de piedrecitas de las Skechers) y me puse en pie.

Miré la hoja de ruta: 9 kilómetros para llegar a meta, 11 teniendo en cuenta los dos extras que Rubén me dijo que seguramente habría.

"No más de dos horas en el peor de los casos... ¡vamos!" y bajé de un salto de la ambulancia.

Doblé un poco las piernas para amortiguar el impacto (pensaba que había menos altura) y apareció de un lateral de la ambulancia la legionaria que me había traído los botecitos con las sales.

"¿Te vas?", me preguntó; "sí", le respondí, y tras darle las buenas noches, eché a andar hacia el puesto de avituallamiento, con la manta térmica enrollada a mi alrededor como si de una falda se tratase, ululando suavemente con el roce al caminar.

Llegué en pocos pasos al avituallamiento, donde uno de los legionarios me dijo, muy animado "¿qué, son carnavales ya?"

Me sentía muy bien y le dije "sí, mira, al tercer día resucité y me he traído la manta del sepulcro".

Otro legionario, con un gran sentido del humor también, dijo "pues pareces un alfajor gigante más que otra cosa..."

Bebí y comí y tras despedirme de ellos y darles las buenas noches me puse en marcha.

Las piernas no me temblaban, no tenía frío y controlaba, aunque pesadamente, todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo.

Encendí el frontal, y una luz muy tenue iluminó el camino, aunque realmente era la brillante luna la que iluminaba mis pasos.

No soy creyente, pero esa experiencia que acababa de vivir me llegó; pensé que había pasado por un motivo, y que algo tendría que aportar yo ahora, así que decidí que cada vez que me cruzase con un corredor, lo animaría.

Por primera vez desde los primeros compases de la carrera me sentía ligero, los calambres habían remitido enormemente, y aunque estaba dolorido y cansado, me notaba muy revitalizado. ¡Incluso sonreía!

Empecé a dar pasos rápidos, camino del último avituallamiento, alcanzando a varios corredores por el camino.

Fui encandenando una lucecita con otra, invertía un par de segundos en derramar un poco de ánimo que ahora rebosaba sobre sus portadores, y continuaba hacia adelante.

No tenía ni idea de cuantas horas habría pasado en la ambulancia, pero o el descanso en ella, o las sales, o el ibuprofeno, o todo junto, habían hecho que la vida volviese en mí.

Me sentía pletórico, dejaba atrás corredores (tras darles las buenas noches y animarles) con una facilidad increíble, y cuando miraban la luz de los frontales se reflejaba en la manta térmica dándome el efecto de bola de discoteca; brillaba con luz propia.

En cuando la pendiente se tornó a nuestro favor, por primera vez en horas, comencé a trotar; estaba "on fire".

Bajaba cómodo, probando cambios de ritmo, ahora rebasando a un corredor tras otro, siempre con una palabra de ánimo preparada.

No tengo forma de saber a qué ritmo iba, pero la distancia que separaba el avituallamiento del Cortijo de la Mania del de Puerto de la Muela se me hizo brevísima, la disfruté muchísimo, así como de las sensaciones que experimenté en ese tramo, devolviendo parte de toda la ayuda recibida durante toda la carrera en forma de ánimos a todos los corredores con los que me cruzaba.

Había vuelto, no con más energía que nunca, como pasa en las películas, pero sí rebosando ilusión; si ya dicen que bicho malo nunca muere...

Los legionarios en este avituallamiento no tenían tantas "ganas de cachondeo" como en el anterior, aunque alguno no pudo reprimir una risa al verme, y la mayoría me animó con efusividad.

No tenía nada de sed y en la última parada para orinar la misma seguía siendo bastante clarita, pero había llegado casi sin aliento y sudando profusamente (aunque no entraba en mis planes quitarme la "falda térmica"), no quería arriesgarme a perder el ímpetu que había adquirido antes de llegar a meta, para lo que quedaría, posiblemente, media hora, aunque no tenía pensado mirar el reloj más; marcaba la "hora de mi muerte", era mejor no pensar en ello.

Prudente, subí la pendiente que precedía al punto de avituallamiento caminando a pasos rápidos, aunque aun así adelantaba corredores con facilidad.

Parecía que estaba viéndome a mí mismo desde fuera, los corredores avanzaban lentamente, muchos de ellos casi arrastrándose, algunos cojeando notablemente... Pero con una determinación férrea en la mirada.

Espero de corazón que todos y cada uno de los corredores con los que me crucé desde mi "resurrección" llegasen a meta, se lo merecían con creces tras haber llegado hasta ahí, independientemente de la historia personal de cada uno.

Parecía que ya hubiese estado antes avanzando por los tramos que recorrí en esas horas intempestivas, no sé si era una situación creada por el agotamiento y la somnolencia o si realmente había atravesado esos parajes (en ese caso, debió haber sido en el HOLE, de día y en sentido opuesto). 

Mi frontal prácticamente no iluminaba nada, y, de hecho, prefería apagarlo cuando veía nuevas lucecitas a lo lejos, ya que entre la luz de la luna guiando mis pasos y los corredores que llevaba delante como referencia, no necesitaba más guía.

Atravesamos un tramo que alternaba subidas y bajadas, en el que tuve un par de tropezones por confiarme y apretar de más en las bajadas, así que volví a encender el frontal, definitivamente.

Cuando alcancé a un corredor, tras descender la que pensaba que sería la última bajada, me dijo "por favor, dime que esta es la cuesta del cachondeo".

Le dije que no estaba seguro, pero que debía quedar muy poco, y un corredor que estaba poco más adelante, andando, le dijo que su GPS había marcado el kilómetro 98 hacía poco, así que, posiblemente, fuese el comienzo.

Desee fuerza y ánimo a ambos y cambié el ritmo, ascendiendo el comienzo de la cuesta a trote, aunque poco después descendió.

Ronda se alzaba sobre nosotros a lo lejos, parecía que a kilómetros, ya que cuanto más me acercaba, más se elevaba sobre el tajo.

El murmullo del agua comenzó a escucharse, y pese a que la pendiente comenzaba a ser más pronunciada, mantuve el ritmo.

Quizás no fuese más que un trote ligero, pero tras tantas horas caminando me parecía volar.

Comencé a notar frío en las piernas, y al llevarme la mano a mi "falda térmica" sólo encontré dos tiras, enganchadas al cinturón por los imperdibles.

Me dio mucha pena, ya que me hubiese encantado llegar liado en ella a meta, cual alfajor (como dirían los legionarios más animados), y se había convertido en mi "seña de identidad" tras la vuelta a las andadas (literalmente), pero no me preocupé mucho por ello.

Ya lo había dado todo en varias ocasiones, había dejado un aparte enorme de mí en esos caminos, éste era sólo un sacrificio más, que estaba más que dispuesto a realizar con tal de poder cruzar, la anhelada línea de meta.

Cuando el murmullo de agua se convirtió prácticamente en un estruendo, alcé la vista ante la enorme ciudad que se alzaba ante mí.



 La visión, algo más nítida, fue ésta; sencillamente sin palabras.


La cuesta comenzó a hacerse más y más pronunciada; ya no quedaba duda, esta era la mítica "cuesta del cachondeo".

Durante un instante me detuve, embebiéndome en la visión que tenía delante y preguntándome, algo desolado, cómo haría para subir hasta ahí, pero justo cuando comenzaba a escuchar pasos detrás mía, decidí que la única solución a ese problema era avazando.

Tenía que seguir el camino y acabaría con todo, tan sencillo como eso.

Con mucho respeto, volví a avanzar dando zancadas largas, en lugar de trotando como hasta ese momento.

Reflexioné y me di cuenta de que, desde mi "resurrección", no sólo no me había parado a descansar ni una sola vez, sino que, además, había recorrido la mayor parte del trazado "corriendo" (trotando rápido, a esas alturas).

Ahora que el bajón de energía y adrenalina remitía brevemente, me notaba muy cansado, pero el seguir siendo dueño de mis músculos me hacía sentirme invencible.

La peor sensación es cuando tu cuerpo se rebela contra tí y tu mente te da la espalda, pero siendo dueño de tu mente puedes controlar tu cuerpo, sólo tienes que aprender a procesar el dolor y tener muy claro el objetivo; y el objetivo me esperaba a varios metros de altura, en el interior de la ciudad.

Era una buena hora para acabar lo que había comenzado, no ya horas atrás, sino meses atrás, ese, si mal no recuerdo, 4 de Enero, en Suiza, dos días después de mi épica vuelta completa al Zugersee.
Ya me había preinscrito a primera hora en cuanto se abrió el plazo, antes incluso de debutar en maratón y esa mañana estuve cerca de una hora refrescanso la página, con todos los datos autoguardados para asegurarme de que conseguía la plaza.

A las 9:58:00 según el portátil de mi amiga Beatriz conseguí abrir el enlace, rellenando los datos en segundos y pulsando "enviar", con el corazón encogido mientras la página cargaba.

Cuando, tras una eternidad, se actualizó, me dio un número de dorsal: el 2372; era el comienzo de mi entrenamiento para esta épica prueba que me disponía a finalizar.

Soplaba algo de brisa, fresca, quizá por la presencia del río, pero me estaba moviendo rápidamente y llevaba tres capas de arriba, así que, pese a sentir fresco en las piernas, mantuve la sudoración.

El cemento precedió a la tierra, por donde algunos lugareños animaban a las almas que erraban por el camino, con la mirada fija en Ronda.

Tras el cemento llegó el asfalto, las primeras farolas, los primeros coches... La vuelta a la civilización fue muy rara tras tantas horas peregrinando por la Serranía de Ronda, fue un momento nostálgico... Pese a todo lo sufrido y luchado, en lo más hondo de mi ser, no quería que la aventura se acabase.

Sin embargo mi cuerpo llevaba horas pidiendo clemencia, así que no me demoré, y en cuanto entramos a Ronda retomé el trote, pasando a varios corredores, pero ya de forma progresiva, sin rebasarlos como hasta ese momento.

Había poca gente en las calles, supuse que estarían concentrados en la Alameda del Tajo, pero aún así varias personas, sobre todo, personas mayores y niños, nos animaban.

También varios Cientouneros, ladrillo al cuello, que nos sonreían, aún con las marcas del sufrimiento acumulado durante tantas horas en el rostro; nunca olvidaré esas sonrisas y esas miradas.

Pensaba que en cada giro estaba a punto de encarar la entrada a la Alameda del Tajo, pero tras cada giro me llevaba una nueva decepción, así que volví a caminar, acumulando energías para darlo todo en la entrada a meta.

Esperaba "sentirla" con antelación, escuchar aplausos, música o algo, pero el "momento" fue cuando comencé a escuchar pasos de trote por detrás y un corredor que llevaba delante comenzó a trotar también. 

Me sentí como un depredador peleando con otro por alcanzar una presa, y una energía oculta que aún permanecía dispersa por mi ser me dio alas.

Ya reconocía las calles, primer y último tramo del HOLE, y atrapé no a una, dos ni tres, sino a más de una decena de "presas" hasta ver, a lo lejos, la entrada a la Alameda del Tajo.

De "presas" nada, eran corredores, con, seguro más mérito que el mío, pero en esos momentos me movía por impulsos, y lo único que podía hacer era correr, correr de verdad, vaciándome hasta llegar a la meta.

Entré en el parque, animado por el público que se concentraba en la entrada, aunque estaba bastante silencioso (es normal por la hora, pero pese a no haber música, ya se ocupaban los rondeños de animar como si fuésemos los campeones de la prueba).

Muchos gritaban eso "¡vamos campeones!" y pensé que realmente lo éramos; todos y cada uno de nosotros éramos personas distintas a las que habían tomado, casi un día atrás, la salida en el estadio de fútbol de Ronda.

Habíamos dejado atrás inseguridades, miedos, fuerzas, flaquezas... Nos habíamos vencido a nosotros mismos.

Estábamos a tan solo unos metros de convertirmos en Cientouneros.

Vi a Mayte y Emma tras las gradas, a lo lejos, saludándome expectantes, y tras pasar el control de pasaporte y obtener el último sello y la enhorabuena del legionario que lo comprobó, me lancé a por ellas.

Abracé a ambas y me perdí entre los besos de Mayte, hasta que me dijo "vamos nene, tienes que terminar".

Ni me había dado cuenta de que aún no había cruzado la línea de meta, así que, a mi pesar, me despedí de ellas, di la vuelta y crucé la línea de meta.

Pensaba que, como me pasó al finalizar la maratón de Sevilla, estallaría en lágrimas al cruzar la línea de meta, pero estaba tan agotado que no fui capaz ni de llorar.

Era Cientounero.

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