Sexto avituallamiento, 18:33. km 80.
Mientras Ramón, que así se llamaba el corredor con el que había estado compartiendo camino, atacaba su bocadillo, yo me dispuse a rellenar ambos bidones, vertiendo una pastilla de sales sobre uno de ellos, ya casi agotado.
Para mi sorpresa, en este avituallamiento, que a priori solo contendría agua, encontramos fruta, frutos secos, y hasta barritas de Energyfig, que durante la entrega de dorsales estaban promocionando.
No pensaba detenerme tanto, pero ya que contaba con un inesperado punto de avituallamiento integral, aproveché para recuperar mientras Ramón comía.
Mientras Ramón, que así se llamaba el corredor con el que había estado compartiendo camino, atacaba su bocadillo, yo me dispuse a rellenar ambos bidones, vertiendo una pastilla de sales sobre uno de ellos, ya casi agotado.
Para mi sorpresa, en este avituallamiento, que a priori solo contendría agua, encontramos fruta, frutos secos, y hasta barritas de Energyfig, que durante la entrega de dorsales estaban promocionando.
No pensaba detenerme tanto, pero ya que contaba con un inesperado punto de avituallamiento integral, aproveché para recuperar mientras Ramón comía.
Acabé antes que él, así que me despedí de él y de los voluntarios y retomé la marcha; el sol comenzaba su inexorable deceso y no quedaban muchas horas de luz...
Con paso lento pero firme, me fui adentrando en una nueva zona de la prueba, donde vastas extensiones de cultivo, olivo sobre todo, se extendían a nuestra izquierda, estando el campo a nuestra derecha sin cultivar o en barbecho.
Iba concentrado en mantener una velocidad constante, sin prisa pero sin pausa, calculando mentalmente cuanto podía tardar en recorrer los kilómetros que me quedaban por delante; qué rápido me arrepentí de haber dejado tan pronto el punto de avituallamiento...
Pasaba al lado de un cortijo, tranquilo pese a los gritos de los perros que se encontraban al otro lado de la valla, y que meses atrás hubiesen hecho que acelerase el ritmo en ese tramo con el corazón encogido; de pequeño sufrí el ataque de un perro y hasta hace poco tiempo, aunque tenía la fobia superada, me sentía inquieto con ellos...
No obstante, gracias al Cholo y al Gordo, los perros de mi novia, me he habituado mucho a los canes, y me encanta jugar, pasear y correr con ellos, incluso acercándome a los que encuentro entrenando, que antes pensaba que tenían fijación por "atacarme".
De repente, uno de los perros, que pensaba que estaba al otro lado de la verja, inmóvil, echó a correr hacia mi, sin ladrar; "mal asunto, pensé", pero simplemente reduje la velocidad hasta el paso y me quedé inmóvil mientras se acercaba.
Extendí las manos hacia él para dejar que me oliese, pero al llegar a la distancia a la que los perros suelen detenerse y olisquearme, siguió de largo, y me enganchó en el gemelo derecho, no sé si con los dientes o una uña.
Reaccioné de inmediato, sorprendido, gritándole y esprintando hacia la parte izquierda del camino, aprovechando el desnivel con la zona de los olivos para poner tierra de por medio, literalmente.
El perro también reaccionó, asustado con mi reacción, y retrocedió momentáneamente.
Vi que tenía una carrera en la media de comprensión, pero no había llegado a rasgarse y al tocarme no noté sangre, solo tenía un pequeño arañazo; retomé el esprint.
No obstante, el perro, sin detenerse, aprovechó la distancia para cargar de nuevo, lo que me obligó a enfrentarme a él.
No quería hacerle daño, pero por supuesto, no iba a dejar que él me lo hiciese a mi; la primera vez me había pillado por sorpresa...
Me puse a gritarle, estático, moviendo los brazos y tratando de parecer seguro, mientras afloraban mis traumas infantiles.
Nada me apetecía más que salir corriendo, pero si le daba la espalda me engancharía de nuevo, y no estaba en condiciones de disputarle un esprint tras tantas horas de carrera.
De repente, interrumpió su carrera y se quedó firme a un par de metros de mi, enseñándome los dientes y gruñendo, pero sin ladrar.
Pasamos unos segundos mirándonos fijamente, notando intensamente mis latidos en el pecho, acercándose a 160 pese a estar parado, y tratando de anticipar lo que pasaría ahora.
Tan solo estaba a un par de kilómetros del avituallamiento, ¿nadie me había escuchado? ¿donde narices estaba el dueño del perro?
Comencé a relajarme, pero justo cuando comencé a girarme para continuar mi camino, el perro aprovechó el instante para abalanzarse sobre mí, golpeándole como por acto reflejo en la parte baja del hocico con mi pierna derecha cuando se lanzaba a por mi pierna izquierda.
No le aticé fuerte porque no quería hacerle daño, pero bastó, le pilló por sorpresa y retrocedió un instante, en el que aproveché para esprintar y correr, sin mirar atrás, mientras escuchaba sus pasos detrás de mi.
Llevaba casi 200 metros a máxima intensidad, pero ya no podía mantener el ritmo, me giré y vi que, cauto, seguía acercándose a mi.
Cogí varias piedras del suelo, y mientras le gritaba que se fuese las fui arrojando entre él y yo, lo más cerca suya posible como para que se asustase pero sin riesgo de darle.
No retrocedió, pero gané unos segundos para recuperar el aliento y volver a correr.
En un primer momento comenzó a correr también, y por un momento pensé que me alcanzaba, ya que lo oía más cerca, pero de repente y sin previo aviso, giró y se volvió hacia el cortijo, ya casi un kilómetro de distancia.
No le di tiempo a pensárselo dos veces y, sin esprintar pero a buen ritmo, cubrí un kilómetro, por debajo de 8 minutos el kilómetro pese a la "batalla".
Ahora corría rodeado de olivos a derecha e izquierda, más relajado pero aun con miedo en el cuerpo, y las piernas temblando tras el bajón de adrenalina y por el intenso esfuerzo realizado.
Me puse a andar mientras bebía agua con sales y me palpaba el gemelo donde me había arañado el perro, por suerte, intacto.
Tras un kilómetro en solitario comencé a escuchar pasos, y en pocos segundos tenía a Ramón a mi lado.
No me había parado a pensar podía no ser el primero que hubiese vivido esa situación, ni el último, pero él llegaba tranquilo y relajado (no lo conozco, pero tiene pinta de ser de ese carácter), bromeando sobre que tras el bocata si que era persona.
Me preguntó como íbamos y sacando la chuleta le respondí, muy relajado ahora que iba con alguien, que quedaba la subida a la última tachuela y luego ya tan solo dejarse caer.
Al llegar a mi altura se había puesto a andar, pero ahora echó a trotar; le mantuve el ritmo unos 200 metros, después, me acabó dejando atrás, y seguí caminando.
Me notaba el cuerpo cortado, así que echando un vistazo rápido al GPS, decidí que en cuanto llegase al kilómetro 86 (quedaban unos 300 metros), cambiaría mi atuendo por el "nocturno".
A escasos 50 metros de alcanzar el kilómetro 86, no obstante, vi una piedra que tenía la forma perfecta para sentarse en ella, un poco más adelante, por lo que decidí sentarme en ella y de paso descansar mis maltrechas piernas.
Sin prisa pero sin pausa, me quité la mochila, saqué el cortavientos, el frontal, las baterías y la cinta adhesiva (me cargué el frontal en el Ultra Sierra Nevada, en una caída en un tramo con barro) y fui preparando el frontal para que las baterías no se cayesen, asegurándolo con la cinta, y posteriormente fui colocándome el cortavientos y, nuevamente, la mochila.
No había empleado más de 5 minutos en la parada y la luz era ya significativamente menor, pero aun no la óptima para encender el frontal, así que retomé la marcha en la penumbra, comprobando antes si alguien me seguía.
Nadie a la vista, lástima, tras la experiencia con el perro no me apetecía mucho atacar la última subida en solitario, pero era el único camino hacia la meta.
No tardé mucho en internarme en el monte, por el Barranco del Peral, aprovechando el desnivel en contra para despreocuparme del ritmo y andar sin reparos.
Sin reparos y posteriormente con gran esfuerzo, pasando las 140 pulsaciones por minuto y sin despegar las palmas de las manos de mis rodillas; por primera vez en todo el ultra me acordé de mis Arpenaz, pero sabía que era un lastre que si en 88 kilómetros no había necesitado, no eran tan importantes en esta prueba, como preví.
Más de 15 minutos tardé en completar el kilómetro 88, exhausto, y al parar un instante para beber y retomar el aire, me di cuenta de que era totalmente de noche; de hecho, durante un segundo me entró la incertidumbre... ¿sería reflectantes las balizas? ¿cuando vi la última?
Encendí el frontal, reduciendo mi mundo a los dos metros de diámetro iluminados por mi dorsal.
Miré hacia atrás y ni rastro de las balizas; ¿cuánto tiempo llevaba subiendo?
No obstante, solo había dos opciones, y retroceder no entraba en mis planes (salvo que tras subir 500 metros más no encontrase ninguna baliza), así que continué el ascenso.
Vi un envoltorio de gel, que me pseudoconfirmaba que estaba en el camino correcto (hasta que no viese la baliza no lo daría por hecho), y por primera vez en mi vida, sentí un atisbo de alegría por ver un trozo de plástico contaminando un entorno natural.
Se me pasó tras 5 zancadas, cuando una baliza semioculta entre las ramas secas de un arbusto me devolvió la luz del frontal; ¡fenomenal!
Con renovada motivación continué ascendiendo, preguntándome por donde saldría, ya que no podía distinguir con claridad el cielo de las montañas y la sensación era de estar rodeado por una inmensa muralla.
13 minutos después (lo que tardé en subir el siguiente kilómetro), comencé a notarme falto de fuerzas, así que eché mano de mi último gel, el 226ers que había encontrado subiendo a Sierra Alhamilla; lo abrí, eché la boquilla en el bolsillo izquierdo de la mochila, junto con el envoltorio del anterior gel, que había olvidado depositar en el anterior avituallamiento, y le di un sorbito... ¡manzana!
Bueno, o sucedáneo de manzana, era mejor no pensar que llevaba...
Entre el efecto (¿quizás placebo?) del gel y que comenzaba a bajar volvía a recuperar el "ritmillo" (cercano a 8 minutos el kilómetro, ascendiendo en cuanto se estabilizaba o subía la pendiente), y con él, las buenas sensaciones.
Había tramos con balizas más juntas y otros con balizas más separadas, pero la sensación que tenía era de estar dando vueltas en círculos... ¡menos mal que solo había un camino posible!
Cuando pensaba que ya sería todo cuesta abajo, tocó volver a ascender; menos mal que llevaba el gel conmigo, y el "juego" de sorber y beber agua cada "x" metros me hizo más liviano el ascenso, psicológicamente fue un tramo muy duro para mi.
Llegué a una cresta donde instintivamente, movido por la pendiente a favor y por el frío viento, que me estaba dejando helado, comencé a trotar.
Había superado ya el kilómetro 92 y sabía que el próximo avituallamiento estaba cerca, lo que me daba seguridad (por primera vez en toda la prueba el bidón de agua con sales estaba casi vacío antes que el de únicamente agua), pero no conseguía ver ninguna luz por ningún lado.
Ni por delante ni por detrás... "bueno, a seguir, hacia delante es la única opción..."
La bajada no era nada técnica, pero si muy pedregrosa, y con tantos kilómetros en las piernas me costaba no tropezarme, así que decidí bajar andando.
Tardé casi media hora en descender dos kilómetros, para que os hagáis una idea; casi me emociono al llegar nuevamente a terreno "firme", algo más blandito en esta zona del recorrido.
Puse un ritmo cómodo, por fin, y vi unas luces a lo lejos, a las que me encaminé.
Comencé a oír multitud de ladridos, no identificaba de donde, pero la seguridad que me había entrado al ver las luces a lo lejos se desvaneció de golpe, e incluso reduje el ritmo, reservando energías para un posible esprint...
Una casona se elevaba a mi izquierda, y los ladridos provenían del interior; deseé con todas mis fuerzas que no hubiese huecos en el muro ni en la verja, y de repente, me encontré de frente con dos muchachos y una mesa.
Juan, que mal lo he pasado leyendo esta entrada. Sin dudas es la más angustiosa de toda la saga. Dudo mucho que sea la primera vez que te pasa este tipo de situaciones con animales, pero son muy desagradables. Además, los perros suelen ser a menudo los peores porque están acostumbrados a la presencia humana y se te envalentona, si consigues librarte de ellos terminas pensando en la patada que le hubieses dado en la boca para dejarlo tirado por el suelo, al menos es lo que yo siento cuando me pasa algo parecido a lo tuyo. Pero bueno, lo afrontaste todo lo bien que pudiste y al dueño del chucho habría que darle de ostias también. Espero que la última parte sea menos agónica. Un saludo.
ResponderEliminar¡Gracias por el comentario Emilio!
EliminarYo personalmente traté de pensar poco, bastante tenía mentalizándome con lo que me esperaba, pero que mal se me quedó el cuerpo después del encuentro con el can tras el torrente de emociones y hormonas repentino... si no tenía suficiente con lo que llevaba encima, toma emociones fuertes jajaja
Esta noche me pongo con ella y cierro un capítulo más en mi particular historia como ultrafondista, espero que os guste.
Un abrazo, ¡y suerte mañana crack!
Superar el miedo a los perros es un viaje de confianza. Con exposición gradual, comprensión y paciencia, se transforma el temor en una conexión maravillosa con estos fieles compañeros.
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