A las seis de la mañana en punto me despertaba de un salto, con la cabeza aún dolorida del golpe que me pegué de madrugada con la barra de la litera. Pese a acostarme a las 8 la tarde anterior, no había dormido del todo bien, no por los nervios, sino por dos grupos de adolescentes que tenía a dos habitaciones de distancia salían y entraban dando voces y portazos como si estuviesen solos en el albergue.